ENTREVISTA

ENTREVISTA Correcció política

“Todas las sociedades tienen límites sobre lo que se puede decir y lo que no”

Higinio Marín Pedreño (1965), profesor titular de Filosofía del Hombre y de la Cultura en el Departamento de Humanidades de la Universidad CEU-Cardenal Herrera (Valencia/Elche) desde 2006

- Profesor Higinio Marín, quisiéramos comentar con usted su posición sobre la corrección política. En general, ¿cómo define usted lo políticamente correcto?

Todas las sociedades tienen límites sobre lo que se puede decir y lo que no. No hace mucho tiempo en los países europeos no se podía blasfemar, y así sigue siendo en los islámicos. Diderot tenía miedo, con razón, de molestar a la jerarquía eclesiástica o discutir la fe por escrito. Es sabido que el poder civil tenía en la ‘defensa de la fe’ un argumento para hacer valer su orden. Hoy ni blasfemar ni vilipendiar a la jerarquía está mal visto. Todo lo contrario, tiene premio, por así decir, desde luego para los intelectuales, y a veces parece que también para los creyentes. Ambas son formas contrapuestas de corrección política: impostaciones socialmente retribuidas con la aceptación pública cuando no con el aplauso o castigadas con lo contrario.


Hoy tenemos una nueva ortodoxia, un nuevo cuerpo de doctrina asumido como propio por el Estado, las elites y las instituciones culturales y educativas de nuestros países. En este sentido se trata de un caso más de confesionalismo estatal y cultural. Lo nuevo es que se trata de Estados que se declaran y se ufanan de democráticos, de neutrales, de espacios abiertos que custodian y promueven la libertad y la consiguiente pluralidad de las concepciones de la vida. Sin embargo, es una neutralidad contra toda ética no neutral; no una neutralidad para arbitrar la convivencia entre posiciones plurales, sino contra toda posición que no asuma como propia la neutralidad estatal. Así pues, la corrección política actual es un estatalismo neutralista impuesto como el punto de vista moral genuinamente democrático. Ese supuesto carácter democrático es el que les autoriza a sancionar sin atenuante ni disculpa al transgresor con un rigor de matriz puritana: no hay perdón. Todo ello auspiciado por las institucionales más globalistas y las élites económicas, es decir, por las plutocracias porque la corrección política es cualquier cosa menos un movimiento popular o de origen popular.


- ¿Hay corrección política en la Iglesia?

En la Iglesia, creo yo, hay que guardar un equilibrio muy fino entre verdad y libertad. Con demasiada frecuencia en nuestra historia la proclamación de la verdad se ha hecho para limitar la libertad en aspectos que eran interpretables o sencillamente de libre preferencia. No siempre es fácil distinguirlos y seguro que tuvo y todavía tendría sentido ante determinados excesos o abusos, pero en cuestiones de libertad es muy fácil cometer abusos intentando evitarlos. Mejor quedarse corto que irse de largo. Además, hoy nuestro problema no está en hacer ver que la verdad limita la libertad, sino en hacer ver que la verdad genera autentica libertad. Tenemos que aprender a vivir y pensar la verdad como liberadora. La Iglesia, creo yo, simple creyente, no evangeliza para disciplinar a más gente, para tener más súbditos o fans, sino para extender la libertad de los hijos de Dios. Como señalaba el derecho romano, tener padre y ser libre es lo mismo, es decir, no tener dueño ni poder tenerlo porque se tenía padre. La libertad cristiana es la de los hijos de un Padre que nos quiere libres. No hay nada más políticamente incorrecto en nuestro mundo.


- ¿Hay, entonces, una incorrección política necesaria, que hay que elogiar, al servicio de nuestras necesidades antropológicas y deseos más plenamente humanos?

Sí, por ejemplo, decir que la libertad surge de la filiación y, por tanto, de un Padre, sin pretender algo así como una fraternidad desde la orfandad estatal, porque quien no tiene Padre, en sentido antropológico, puede tener dueño. Pero también decir que la libertad crece en y mediante el servicio, y que la abnegación es una dimensión imprescindible de la libertad interior, y que ésta es más definitiva que todas las libertades que el Estado pueda suspender u otorgar. De hecho, la verdad tiene casi siempre un componente de incorrección política porque es indómita. Estar dispuesto a sobrellevar los inconvenientes de atenernos a nuestra conciencia es algo admirable, y, al mismo tiempo, ‘ordinario’, si se tiene conciencia. Superar la debilidad y el miedo que nos empujan a camuflarnos en lo correcto es el precio que hay que pagar para no tener ‘dueño’.


- Algunos católicos hablan de que “la libertad está en riesgo en España”, y hablaban de secularización agresiva, ¿lo ve así?

Pues mientras podamos decir que sí, que la libertad está en peligro, es porque el peligro no es extremo o no se ha consumado. Y no creo, o mejor, no espero que llegue a serlo, pero podría. Tenga en cuenta que ya hay legislaciones autonómicas que dejan fuera de la ley la proclamación pública de la doctrina de la Iglesia al respecto del matrimonio, la sexualidad y el deber paterno de educar, por ejemplo. No me parece imposible que un día alguien aplique esas leyes ya aprobadas, por cierto, en muchos casos por iniciativa de partidos conservadores. Pero sin llegar hasta ahí, hoy ser cristiano ya tiene para mucha gente inconvenientes profesionales o sociales, e incluso algo más que eso en entornos intelectuales o culturales. En la universidad, en el hospital, en el instituto de secundaria no es ya impensable tener problemas. Conozco a un músico que ‘agradece’ el rumor infundado sobre su homosexualidad para despejar las reticencias que su fe produce entre sus colegas y en instituciones públicas.


En cambio, lo de la secularización se puede ver de otro modo. Yo soy padre y agradezco mucho a la modernización de nuestras sociedades que mis hijos no esperen de mí que les concierte matrimonio, les posicione socialmente o ejerza una autoridad tutelar sobre sus decisiones de por vida. La modernización ha puesto la paternidad donde más noble e imprescindible se muestra: en el cuidado y el develo constante y sin contrapartida de poder o dominio social sobre nadie. La secularización ha hecho algo parecido con la Iglesia: la ha despojado de mucho de lo sobrante y muchas veces impropio de su función. Hoy ser sacerdote no tiene contrapartidas sociales, ni privilegios, ni exención de impuestos o jurisdicciones propias, como había ocurrido en los países confesionalmente católicos. Es muy aleccionador leer historia del siglo XIX y conocer las disputas Iglesia Estado sobre esas cuestiones y reconocerse más en algunas -muchas- posiciones del Estado que en las de la Iglesia de aquella época precisamente por ser creyente.


La secularización ha sido agresiva sociohistóricamente hablando, es verdad, pero muchas de las pérdidas que ha causado son también enormes ganancias, purificaciones de adherencias mundanas. Mirado con ojos de misión, es posible que no estemos ahora peor en todo. Por ejemplo, muchos de nuestros obispos siguen residiendo en los palacios episcopales. No importa, son lugares bastante poco cómodos y un poco inhóspitos por lo general. Lo malo era cuando esos palacios representaban la realidad de una jerarquía integrada en la aristocracia social con base patrimonial y poder político directo o indirecto. Esto era un problema, aunque para ser justos, hay que decir que hoy nos haría más daño del que hacía en su tiempo. En cualquier caso, para la misión de los obispos es una buena noticia que no sea así, creo yo.


Hay otros sentidos en los que la secularización es un proceso con ganancias. Otra cuestión es la secularización de las conciencias, es decir, la desaparición del horizonte de la transcendencia y de Dios en la conciencia. Freud decía que Dios era una proyección del amparo paterno experimentado en la infancia. Es exacto: unos padres buenos son la primera e indeleble imagen de Dios. Freud pretende que Dios está hecho a nuestra imagen y semejanza, que nos lo hemos inventado según nuestros traumas. Pero podría ser al revés, que nosotros estemos hechos a imagen y semejanza de Dios, y que por eso los padres sean una buena transparencia de la imagen de Dios en la conciencia. Pues bien, transparenta mejor a Dios un padre bueno y sin más autoridad que la de su cariño y desvelo que un padre con poder para dar forma a la vida de sus hijos, como se acostumbraba antes de la modernización de nuestras sociedades. Creo que de la Iglesia se puede decir algo similar.


- En su opinión, ¿se está produciendo un colapso planetario de la cosmovisión judeo-cristiana?

“Colapso planetario” es una expresión enfática que condiciona la respuesta. Digámoslo así, ¿la civilización occidental ha iniciado hace ya más de tres siglos una reformulación de sus grandes tópicos y narraciones fundacionales que implica una refundación refutadora de la forma previa? A esa pregunta mi respuesta sería afirmativa. Y si a esa cuestión añadimos si esa refundación está teniendo éxito, mi opinión también es afirmativa. Justificar esas respuestas sería para mí tanto como mostrar los giros incluidos en el pensamiento de autores como Maquiavelo, Descartes, Hobbes, Rousseau, Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche, Freud y tantos otros. Todos ellos, por cierto, grandes pensadores a los que he dedicado tiempo de estudio y de los que he aprendido no poco con verdadero gozo, pero sin acuerdo de fondo muchas veces. También necesitaría describir transformaciones sociales y culturales de nuestra historia, pero es inabordable aquí, claro. No obstante, daré un par de pistas.


La primera. Nuestros contemporáneos esconden la muerte, y lo hacen tanto en el espacio de sus conciencias como en el de nuestras ciudades. Todo el mundo quiere morir de una enfermedad súbita e indolora al final de una vida larga. Es comprensible, pero nos extrañaría saber que cuando Lutero murió sus seguidores pelearon para dar a conocer que había muerto con tiempo para ponerse en manos de Dios tras una enfermedad larga, porque en aquella época una muerte súbita era tenida, supersticiosamente, como una señal de escarmiento divino.

Tradicionalmente, los cristianos, dice Ratzinger, han rogado para contar el tiempo necesario para poner su conciencia en orden y hacer penitencia antes de comparecer ante Dios, menos los del siglo XX que, como sus contemporáneos, ruegan para morir sin darse apenas cuenta.

La segunda. En la Odisea Homero describió la vida humana como un viaje de vuelta a casa. A diferencia de la desgraciada historia de Agamenón y su esposa Clitemnestra, Ulises pudo volver porque la casa estaba en pie por la espera fiel de Penélope. Cuando James Joyce quiso redefinir la forma de la vida humana tal y como la experimentaba, escribió un nuevo Ulises sin casa a la que regresar porque su esposa le engañaba. Esa conciencia de la vida como un destierro nómada a la intemperie de una existencia ‘arrojada’ es la de muchos de los hombres de nuestro mundo. Hombres cuya madurez pasa por el parricidio que prescribió Freud, y cuyo lugar en el mundo no es un sitio donde la soledad pueda curarse porque son alojamientos existenciales circunstanciales.


- ¿Es en relación con lo anterior como hay que entender su afirmación de que “los impulsores de la corrección política quieren reducir la tradición a un delirio”? ¿Nos lo explica?

En su historia de Roma Tito Livio cuenta cómo Remo tras ser elegido rey por los dioses abrió un surco (lira, en latín) delimitando el espacio de la futura ciudad que quedó así ritualmente fundada. Cuando Remo lo saltó mofándose y su hermano lo ejecutó, como había anunciado que haría con cualquiera que profanara aquel límite que señalaba un nuevo espacio social para convivencia según leyes. Desde entonces saltar los límites que sostienen la convivencia (el sentido que las cosas tienen para todos y que fundan el sentido común), era allanar el surco, ‘delirare’ en latín. Delira el que dice o hace cosas que no tienen sentido, aquel cuya vida está fuera de los límites de lo que los demás pueden reconocer con sentido común. La revolución se ha hecho conservadora y ya no quiere escandalizar al sentido común burgués, sino instaurar un nuevo sentido común que deje fuera a los discrepantes, balbuciendo ideas que nadie más pueda entender ni respetar. Por ejemplo, que la fidelidad conyugal mantiene las casas en pie, que la vida humana se dignifica incluyendo la conciencia de la muerte, que el amor humano puede ser indisoluble, que la abnegación no tiene por qué ser represión interiorizada sino generosidad, que el amor filial es parte de una personalidad madura e integrada, que la sexualidad tiene algo que ver con la biología y la condición mamífera de nuestra especie polarizada entre lo femenino y lo masculino…, y tantas otras ideas que hoy están ya al límite de lo delirante o, más exactamente, que constituyen delitos de odio.


- ¿Cómo transmitir la tradición para que resulte esencial?

La tradición era el marco no disponible y compuesto por costumbres, creencias, autoridades institucionalizadas y que expresaban y preservaban un sentido (común) de la vida. Ese marco no era optativo, venía dado, por así decir, y lo individuos y comunidades vivían en él como es su espacio propio. La modernidad consistió en buena medida en discutir la legitimidad de esas costumbres y autoridades. Desde entonces, el sujeto moderno, es decir, nosotros, vivimos ‘destradicionalizadamente’, perdón por la expresión. La modernidad es la tradición occidental negándose a reconocer la autoridad y a constituir ella misma una tradición. En mi opinión, no puede evitar serlo, como no puede evitar ser la forma más sofisticada de eurocentrismo consistente en la pretensión de haber encontrado un punto de vista no singularizado por una tradición particular. Pretende ser la tradición de la no tradición, cuyo sentido común sería el ejercicio de una crítica insomne con el objeto de que nada se asiente sobre la ganga de una tradición sino sobre la evidencia clara de un saber cierto.


A su pesar, la modernidad no ha logrado dejar de ser una realidad histórica y, por tanto, ha dado lugar a una tradición con un determinado sentido común configurado alrededor del neutralismo de la técnica, el Estado y el consenso científico. Todas las demás tradiciones han dejado de ser el marco indiscutido en el que vivían las comunidades premodernas, pero algunas han pervivido como tradiciones singulares asentadas en comunidades a las que nos incorporamos -o ratificamos nuestra pertenencia- electivamente. Una de esas tradiciones es el cristianismo católico que incluye las síntesis y el depósito de la cultura grecolatina metabolizada en la conciencia judeocristiana.


Presentar nuestra tradición supone, por tanto, asumir el punto de vista moderno que la convierte en electiva, por así decir, pues hay alternativas de sentido coexistiendo con la nuestra en el mismo tiempo y espacio social. Por eso, la tradición hoy tiene que legitimarse como espacio de crecimiento de la libertad y de la comprensión de la existencia humana y de la realidad misma del mundo, y como espacio del ejercicio de formas de vida plenas, irradiantes de un gozo libre y con sentido encarnado personalmente, con capacidad para orientar el progreso tecnocientífico y generar formas políticas libres y solidarias. Una tradición no puede ser solo el depósito de una promesa de salvación ultraterrena, sino la forma de una vida con sentido ya en este mundo, la más feliz, hasta donde nuestra vulnerable, torcida y quebradiza condición lo permita, pero con la esperanza de una bienaventuranza sin final, con la esperanza de Dios. Spinoza, el filósofo ateo-panteista, decía que la alegría es el sentimiento del encuentro entre quienes no suman, sino que multiplican entre sí. La alegría, incluso tras el dolor y el daño que la vida humana contiene, esa es la señal y la dinámica de la vitalidad expansiva de una tradición.


- ¿Y sería correcto poner empeño en cercar al tradicionalismo al estilo del papa Francisco?

El tradicionalismo es una cierta forma inconfesa de arqueologismo, de intento de encontrar un camino más directo al origen que el que pasa por la tradición acumulada de la Iglesia, porque implica una desautorización de todos los episodios históricos que se deciden dejar de lado como desvío y perdida. Para ser tradicionalista hay que romper con la tradición presente de la Iglesia que incluye el magisterio último, lo cual, por cierto, es una pretensión típicamente moderna, de modo que el tradicionalista es una suerte paradójica de ultramoderno. Pero también es un ultramoderno el que cree que el momento presente es en su integridad ganancia consolidable como tradición, sin prestarse al escrutinio histórico y corrector, y sin prestar oído a quienes dicen de buena fe que podemos estar dañando ese patrimonio. Dicho todo lo cual, yo que no he asistido en mi vida más que a misas en rito latino, no entiendo que se prohíban otros ritos que algunos cristianos puedan preferir por la razón que sea. La pluralidad, también la que no gusta a los defensores de la pluralidad, es un bien común, también en la Iglesia.


- ¿Es un correcto sentido común, maduro y reflexivo, lúcido e ilustrado, el que muchos católicos dicen tener pero que no se refleja en buena medida en lo que se razona, y mucho menos en lo que se hace?

Bueno, no lo sé. En esto como en tantas otras cosas habría que responder ‘depende’. Lo que sí puedo decir generalizando, es que el nivel cultural del católico más común en nuestro país es lamentablemente bajo, por no decir, sencillamente lamentable. Tal vez haya mejorado, no lo sé, pero tenemos una opción preferencial por la fe del carbonero y ensalzamos su superioridad sin recato y con suficiencia. Pues no, la fe del carbonero puede ser mayor o menor que la del hombre bien formado, pero le habría ayudado y enriquecido mucho tener esa formación. Más todavía, la fe apetece la inteligencia, aspira a comprender, a dar razón. El fideísmo no es la fe llevada a su abandono más extremo, sino una deformidad de la fe surgida de un irracionalismo o de la mera comodidad. No hay que ser un intelectual para experimentar la amplitud y la profundidad que la inteligencia y la fe se dan mutuamente. La inteligencia de la Fe, su comprensión, la arraiga y le da la alegría de lo viviente.


- ¿Cómo tendría que ser una buena política que no prescindiera de una buena antropología, de la que usted es profesor?

La vieja doctrina sobre la subsidiariedad del Estado me parece que sigue siendo válida en sus aspectos generales. Pero donde no ha condicionado de hecho la formación de los Estados resulta de casi imposible implementación, y ese es nuestro caso. Nuestra sociedad es muy pasiva, con mentalidad clientelar, lo espera todo del Estado, y el Estado lo aprovecha para darle a todo ese supuesto neutralismo que es lesivo para todo menos para la extensión del estatalismo como ideología.


Para empezar, el Estado debería admitir que los ciudadanos nacen antes como hijos y hermanos, es decir, que forman parte antes de la especie y de una familia particular, y que solo por esa doble condición son reconocidos son reconocidos como ciudadanos. La condición de organismos vivientes y la familia deberían ser supuestos prepolíticos de lo político.


En segundo lugar, sería necesario ‘depolitizar’ el bien común. Las familias, los amigos y los individuos no son para el Estado, sino al revés, el Estado es el instrumento para que los hombres puedan formar familias si quieren, puedan vivir en redes de amigos y asociarse a su antojo. Es en las familias y en las sociedades amicales donde se da cumplimiento a los bienes que la política ha de hacer posibles, y no al revés, aunque también. Lewis decía medio en serio medio en broma, que los tres bienes que la política tenía que preservar eran la familia, la amistad y la soledad. En efecto, eso es tener un sentido limitado del Estado, abrir espacios para la realización del bien común sin la tutela estatal. EL Estado no debe hacer lo que otros pueden hacer según sus libres preferencias de formas de vida. Obviamente habrá que poner ciertos límites, y cooperar con quienes no lo podrían hacer por sí mismos.


Por último, la política no puede pretender ser todo. Cuando las etiquetas ideológicas definen bien a un sujeto es porque se ha dejado jibarizar por la política. Todos somos más, mucho más, que la pretendida y omniabarcante polaridad entre conservadores y progresistas. Detesto el uso conclusivo de esos términos: son la autorización para despreciar, descartar y hasta odiar a un sujeto reduciéndolo a una posición. En la guerra los vecinos con sus nombres y personalidades se convierten todos en bosnios, o serbios, o rusos o ucranios. Es el proceso típico para autorizarnos a despreciar, vilipendiar y hasta matar.


La amplitud ilimitada de la política y de las ideologías es una señal de la crisis de la religión. Donde hay religión la política deja de ser el horizonte omnicomprensivo. Pero, a la inversa, donde no hay religión es muy difícil que la política, la ideología y el Estado no ocupen su lugar. Por eso me descorazona tanto que las discusiones en el seno de la iglesia se organicen según la polaridad conservadores y progresistas, es, sin duda, una señal de crisis profunda en la vida de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, es una señal de los tiempos que la Iglesia no sea del todo capaz de ponerse a salvo del contagio de los modos de mirar reductivos de una época. Yo intento resistirme. Por eso creo que el primer servicio público que prestamos los creyentes es evitar que religión y política se confundan, ya sea con la forma de los fundamentalismos o de los secularismos neutralistas y estatales que ocupan el ligar de la religión. Y es un gran servicio.


- Las cuestiones antropológicas rodean un sinfín de temas de rabiosa actualidad. ¿Qué es lo que más le preocupa?

El Estado se ha convertido en un artefacto institucional con un inmenso poder, también coercitivo, que transforma los deseos, por peregrinos que sean, en derechos, siempre que se trate de algo a su alcance. Un profesor me contó hace poco que ha recibido el listado de alumnos de una universidad americana que recibe lecciones en su universidad en lo que consta que uno de los alumnos es “transespecie”, y, más en concreto, que es gato, si bien de variante bípeda (al parecer los hay cuadrúpedos), y al que hay que tratar según un protocolo detallado. Así pues, nuestros deseos están perdiendo su trazabilidad, su conexión con las necesidades y con la forma de nuestra especie, y es el Estado el que se constituye en el valedor de esos disparates que hace cumplir a todos los demás con toda su fuerza coercitiva, en una espiral de pérdida del sentido que es, ciertamente, del todo delirante, si bien acusando a quien no ha perdido el juicio de ser el disparato y liberticida.


Pero no es necesario irse a situaciones tan chocantes entre nosotros. Estamos ya habituados a que una mujer decida tener un hijo por fecundación artificial, tomando para su hijo una decisión que nadie debería asumir para otra persona: que venga al mundo sin padre. ¿Quién le ha hecho creer a esas mujeres que pueden tomar por sus hijos semejante decisión? La respuesta es El Estado que se cree autorizado a suspender los caracteres de nuestra especie mamífera por las posibilidades abiertas tecnocientíficamente y dispuestas para su consumo en el mercado de servicios.


Ciertamente, estamos al principio de esta historia cuya evolución apenas alcanzamos a vislumbrar.


- Hay gente que está muriendo en el estrecho; o mexicanos pobres a los que están machacando. ¿Demasiada indiferencia católico social ante esa auténtica y flagrante realidad?

Esas migraciones causadas por la pobreza con sus trágicas consecuencias en vidas humanas tienen una solución políticamente realizable y moralmente exigible: una amplia colaboración internacional con las provisiones de fonos y de conocimiento necesarios para promover el desarrollo de las regiones de origen. La indiferencia que lleva a los estados destino a la inacción, les condena a soportar unas presiones migratorias que hacen recaer sobre los más indefensos dando lugar a las auténticas matanzas por indiferencia que conocemos.


Pero no es solo una falta de sensibilidad social de los católicos, es del conjunto de nuestras sociedades con la consiguiente falta de visión política y de solidaridad elemental de nuestros estados. Hasta que se pongan en marcha esas políticas de colaboración y den sus frutos, hemos de saber que somos responsables, que nuestra prosperidad nos hace responsables de la suerte de esas personas. La indiferencia es, me parece a mí, la peor opción moral y política, un caso de verdadera dureza del corazón.


Además, la situación nos deja ver cómo la generosidad forma parte de las estrategias más inteligentes y más justas. Deberíamos revisar aquello de “acaso soy yo el guardián de mi hermano”, porque sí, en efecto, lo somos si esos hermanos son los desposeídos. Incorporar asuntos de sensibilidad y solidaridad social en la conciencia cristiana no es algo progresista ni conservador, es sencillamente cristiano y forma parte de la pedagogía fraternal con la que unos podemos aprender de los otros el bien y las consecuencias de la caridad en el orden social y político.


- Para terminar, ¿esperanzado al pensar en la evolución de la historia de la humanidad?

No sé cuál será la evolución de la historia de la humanidad, pero me preocupa que en muchos lugares el resplandor de la fe se esté debilitando y hasta parezca agotarse. Y no me preocupa solo por la suerte de la fe, sino también de esas sociedades y de la cultura humana. Temo que las durezas del corazón y de la conciencia se conviertan en la lógica dominante y decisiva, y que apenas queden voces para denunciarlas. Pero, al mismo tiempo, hay en el corazón de los hombres un apetito persistente de bondad y libertad responsable del que se puede esperar un hilo de cordura. La esperanza no sería necesaria si no hubiera mucho que temer y con razones justificadas. Esa es la posición de cualquier hombre cuerdo, me parece a mí.


La indiferencia es, me parece a mí, la peor opción moral y política, un caso de verdadera dureza del corazón.



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